lunes, 23 de marzo de 2009

El Exilio del Alma

Fue como un Dios que dejó entrever el maleficio que, aún sabiendo el destino, los restos del naufragio humano, sustentaron el mal que en ellos, y en cada ser sobre el universo, había.

La violencia que en un principio mostróse, comenzó a desplegarse y dejar una gran huella sobre esa ribera, tanto así, que la mediocridad se manifestó a la deriva como una feroz marea que arrasó todo a su paso, dejando de ésta manera un mundo en ruinas, plagado de sentidos indescifrables, vertientes llenas de plegarias vacías y cataratas agrietadas con aguas incultas.

El alba comenzaba a surgir, mientras la luz agrietaba el oscuro cielo que como un pecho herido por una lanza, manaba su oscura sangre y opacaba la tenaz palidez que hasta el momento se sustentó incesante ante miradas inmortales.
El rito mañanístico que por generaciones se mantuvo perspicaz, ahora tornábase abrumador, sin haber podido yacer en mi catre de tinte pardo, a la par de una candela que quemaba las tinieblas.

Salía yo de mi morada, almas vacías mirábanme de soslayo rebajando mi presencia. Comencé a deambular por la aldea. Individuos marchitos, casi acartonados se mezclaban entre la muchedumbre. Recordé no haber tomado mi antídoto contra la enfermedad que de chico la poseo. La niebla tomaba posesión de la plazuela a un lado del banco central. Debía esperar por la hora sin sombra para recoger mi vianda en el comedor que esperaba por mi cruzando la calle.
Con la delicadeza que sólo tienen los artesanos, desanudé las agujetas de mis zapatos, me los quité y los arrojé a la imponente estatua de un prócer no lo suficientemente respetado que adornaba el centro de la plazoleta. Mi rostro, transformado por la ira, latía, se retorcía, luchaba contra el aire que a esa altura ya le resultaba incómodo. Descubrí que nada de lo que sucedía en mi vida había sido planeado, y que mi esencia no era más que una suma de accidentes e imperfecciones de la humanidad. He ahí el por qué de mi furia.La sucesión de imágenes en mi mente se repetía como una tormenta eléctrica. Sonidos, visiones, recuerdos y percepciones se manifestaban una tras otra, transformándome en un ser violento y fuera de control.

No aguantaba más estar ahí, no aguantaba más estar conmigo. Quería alejarme de las cosas que me hacían mal, de las cosas que confundían mis pensamientos, que dividían mis ideales. Las principios que alguna vez fueron sólidos, ahora se confundían y chocábanse entre ellos mismos, todo se derretía delante de mis ojos, todo caía como un castillo de naipes; cada planteo tumbaba al siguiente, como fichas de dominó. Mi mente maquinaba pérfidos pensamientos contra mi corazón; mi corazón maquinaba contra mi mente. Empecé a caminar inquietamente, muy paranoico. Me sentía perseguido por mi, me quería alejar de mi. Me daba asco, repugnancia, repulsión, odio; me sentía lleno de vacío. Ya no era el mismo. Cada segundo me sentía más raro que el anterior.
Cada ser que me cruzaba, podía leer en sus caras, que me tenía pánico. No quería que así fuera, nadie quisiera ser ese sujeto terrorífico vagando por los pasadizos de éste pueblo.
Aceleré mi marcha. Quería llegar lo más lejos de mí mismo que fuera posible.
Estaba convencido de que si corría lo suficientemente rápido podría separarme de mí y por fin ser libre.
Mis músculos se tensaron, sentí mis pulmones prenderse fuego y cada bocanada de aire me generaba una indescriptible agonía. Pero lo estaba logrando.
Estaba consiguiendo lo que nunca nadie pudo. Separar mi Ser de mi cuerpo humano.
Pero no, no la iba a tener fácil.
En el mismo instante, en ese nanosegundo donde pude notar el comienzo de la separación… Lo ví.
Ví ante mí el ente que nunca imaginé, ni en mis peores pesadillas.
Era él. Venía por mí. Y mi vida, tal como la concebía… Ya no sería la misma.
Él era el Panda. Y tenía reservada una sorpresa mortal para mí.

Grité. “¡UN PANDA LOCO! ¡UN PANDA LOCO!”
Tomé un trozo de baldosa y se lo arrojé.
El Panda evadió el ataque, pero eso me dio el tiempo suficiente para correr en otra dirección, y prácticamente sin pensarlo ingresé en “Truly Yours”, un negocio de ropa para jóvenes yuppies al que mi padre me llevaba de pequeño, para contemplar los rostros de los jóvenes bussinesmen del mañana. “Así debes ser cuando crezcas”, decía.

El pánico se traducía en mis acciones. Trastabillando, llegué hasta la pared opuesta a la puerta del local, caminando hacia atrás, mientras clientes y vendedores me miraban con gestos entre extraños y aterrados…
Me senté en el piso, tapé mi rostro con mis rodillas y abracé mis piernas. El miedo se diluía, el dolor se extinguía… ya estaba a salvo.
Nuevamente me equivoqué. En el momento en que mis ojos tuvieron la confianza suficiente como para comenzar a abrirse… Allí estaba.
Esta vez, el grito fue mudo. No tardó en abalanzarse encima mío y todo lo que conocía, mi entorno, la gente, el aire, el calor y mis sentidos… simplemente desaparecieron.
Empezó a lamer mi frente, secó mi sudor, mis miedos. Fue como si su lengua áspera y poco babosa absorbió el dolor que había en mi. Era él: un dálmata.
Mi vista, influenciada por secuaces demoníacos, vieron algo que no fue, que no existió jamás. Nunca había visto un panda. Nunca hubo un panda en donde creí haberlo visto. Todo fue una mala pasada.

Hoy estoy a salvo y puedo contarlo… y reírme de ello.

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